INICIO

La primera vez que lo vi tenía los ojos cerrados. Le habían puesto un mameluco celeste  que tenía un león bordado en el pecho y carpines de lana para protegerlo del frío de aquel lluvioso agosto.

De entre muchos otros lo alzaron: parecía un  trozo de cielo acercándose a mí, entre mantillas y un suave balanceo, una nube de verano equivocada de estación. raía un brazalete apenas legible, olía a ternura y a damascos frescos...

-Póngalo al pecho, me indicó la matrona.

Yo era muy joven entonces, me aterraba tomarlo y romperle algo; parecía tan frágil y poco se movía.

Me lo había imaginado más parecido a mí, pero sólo veía en él los rasgos de su padre, el color de piel, la forma de la nariz, una tenue mancha sobre la muñeca izquierda.

Y así fue que me vi con un bebé entre los brazos, sin saber ni cómo acariciarlo, sin tener muy claro lo que nos deparaba el futuro. pero este sentimiento me duró apenas unos segundos hasta cuando él, en su puño diminuto, atrapó mi dedo índice. Paradójica y simultáneamente pude sentir que  mi ser entero se había concentrado en ese pequeño ser humano, indefenso y perfecto; en ese gesto fui yo la que se aferró, involuntariamente y sin asomo de dudas a ese niño que vino a este mundo para mostrarme el sentido más profundo de mi propia vida.

 

FIN

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SUEÑOS DE TRAYECTO

 

Subiste a mi bus con un peinado distinto al que llevabas la última vez que nos vimos; lucías un jeans gastado y en yembé que rodeabas con ambas manos. Te vi pasar y no quise acapararte, simplemente esperé que te instalaras cerca de los asientos de atrás. Pensé que, sin cambiar de lugar, igual podría escucharte cantar y seguir el ritmo de tu tam tam con el pie.

Con gracia y sin dejar de sonreír fuiste llenando el aire con rítmica alegría y tu cabello enmarañado convertido en dreadlocks se revolvía un poco más con cada ráfaga de aire que se colaba cuando el conductor abría la puerta en la parada.

Señores pasajeros: mi intención no es molestar...

Y extendiendo las manos abiertas fuiste recogiendo una generosa cosecha de metal. Entonces llegaste hasta mi asiento, tus ojos reían junto a tus labios, te miré brevemente y me gustó tu cabello enredado y complejo, y amé la canción que habías entonado.Quise abrazarte y decirte que en esos minutos la distancia entre nosotros fue nada, pero ya habías descendido del bus llevándote un sueño que tengo a diario cuando regreso del trabajo: que coincidimos en la ruta y te sientas a mi lado,que me cuentas qué tal la vida de universitario o cómo te tratan los docentes de pre grado... Mas la vida es cruel y a veces nos permite sueños vanos.

 Entonces recuerdo que puedo hallarte en otros ojos, en sutilezas por cierto; que a fin de cuentas sólo sirven como consuelo un rato. Mientras me acerco a casa donde el espacio que te pertenece no es otra cosa que un cuarto soleado donde jamás he puesto cerrojo....

 

FIN.

Imagino que bailo contigo

la danza de las libélulas,

mientras nos deslizamos

olvido el pánico,

vuelvo a ser yo,

vuelvo a mis raíces.

Y ha de ser que

tanto creo en ti.

Imagino que eres mi alfil,

la témpera de mi lienzo

blanco como un pañuelí

con el cual enjugo

tan dulce, tan triste...

la tinta de tus lágrimas,

 

Y si es que el reino del tiempo

te arrebata los sueños

y aunque haya carcelero

rondando en mi acuario,

jugaré un rey y un diez

con un viejo comunista
mientras navegamos

en barcos de cristal.

Qué importa si un hombre al precipicio cae...

miraré hacia tu ventana

y susurrando la canción del desvelado

le pondré azúcar al café.

Y un retrato iluminado

por una medusa

que no sucumbe ante una

piedra negra

que sólo quiere hablar de ti.

Es tan fácil perderse

en tus melodías!

Gracias por agregar

luz con tu música

a esta vida mía!

Caen lunas

cada vez que no te siento...

 

 

** Poema dedicado con tremendo cariño y admiración al Compositor y cantante chileno MANUEL GARCÍA, quien me acompaña con sus temas siempre que escribo.

FINAL

 Estaban allí sentadas, en la fría y desnuda sala de espera; cada una sentada frente a la otra.

 Afuera, caía  suavemente la lluvia y las nubes habían ensombrecido la ciudad antes de mediodía.

 Ambas permanecían en silencio. Una miraba el suelo con ojos desprovistos de luz; la otra tenía la vista fija en un crucifijo anclado en la pared, sobre una breve mesa donde alguien había puesto una pequeña biblia abierta en el salmo 23. La  tenue luz de una vela ardía iluminando las hojas amarillas por el paso del tiempo.

  Entre las manos de ambas, papeles, una bolsa con ropa y, cada cierto tiempo, un  suspiro  rompía el silencio de la espera.

 La puerta del fondo se abrió.

-Ya pueden pasar, está listo para vestir al caballero- dijo el hombre de bata blanca y rostro inexpresivo.

Ambas se pusieron de pie lentamente y, tras firmar un libro enorme y entregar los documentos legales, miraron hacia dentro. Con un gesto resignado cruzaron el umbral de aquella puerta  para dar inicio al primero de los actos de la escena final. Un final sabido, por cierto, pero aun así las lágrimas avanzaron por sus mejillas  y rodaron hasta perderse en las comisuras de sus labios apretados.

-Adiós, papá- dijeron, mientras le ponían su mejor traje entre besos y sollozos.

 

 

FIN

LA RESPUESTA

(CUENTO BREVE)

Quién se equivocó? -tras un movimiento brusco cerró con fuerza el casillero que contenía su uniforme de trabajo- Eran casi las 18:00 horas de un viernes sin panoramas. Hacía tres meses que no dormía bien y comía poco; las noches eran un constante ir venir entre las sábanas, sudando helado, buscando un sentido a lo que sentía… y a lo que no.
Pensó en irse caminando a casa, tomar aire le haría bien, se calmaría y estar entre la gente en la calle tal vez pudiese devolverle un poco la paz que no encontraba en su soledad.
Suspiró y salió. Afuera había sol todavía y una brisa fresca y tibia. Casi terminaba el verano. A poco andar, lo vio desde lejos. La esperaba y había llegado a la hora precisa para echar abajo sus intenciones de pensar en los pasos que debía seguir en los días siguientes.
Al verlo descender del vehículo, lo miró en silencio. Con los ojos llenos de desencanto escudriñó en los de él y encontró tristes respuestas que no pensaba alguna vez llegar a leer.
Te equivocaste de fecha, te lo dije- Con esa frase de reproche la suerte estaba echada. Nada se podía hacer frente a tamaña certeza, dolorosa realidad. Serena le respondió, tragándose la amargura- Te equivocaste tú; tú fuiste quien insistió ese día. Yo no quería.
Lo dijo, mas no lo creía en realidad.

Siguieron unos minutos de silencio. Parada sobre la acera, ella jugaba con un pie rozando el césped y con los ojos fijos en el suelo. A lo lejos, las bocinas de los autos mientras el sol se ocultaba y la temperatura comenzaba a descender.
Quién se equivocó? Una frase que se repetía una y otra vez en su cabeza, que la mantenía en un estado de letargo involuntario y contraproducente. Por culpa de esa pregunta, tuvo que revisar varias veces los informes del día antes de dejar la oficina y tuvo que volver a asegurarse de haber cerrado bien el laboratorio antes de salir de allí. No podría saberlo hasta quién sabe cuándo; tal vez pasaran años para sacarse esa duda del alma y él no daba señales de querer buscar la respuesta con ella. Menos aún de querer esperar ese día a su lado…

Déjalo así…. Da igual. Me voy, mañana entro a las ocho y es mejor que descanse. Él hizo un gesto de acercamiento, pero se detuvo antes de concretarlo. Luego subió al vehículo y arrancó. La última mirada sobre ella tenía un dejo de lástima y ella deseó no haberlo visto. Quiso decirle tantas cosas… pero guardó silencio y se marchó.

Al mes de este encuentro que no se repitió, ella miraba a través del microscopio cuando sintió que un pez aleteaba en su vientre, fue como un pájaro que abría las alas y con ellas acariciaba sus entrañas … Y la respuesta llegó sin buscarla. Ella no se había equivocado. Tal vez, él sí.

                                                      FIN

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LA TREGUA.

Hace poco la miré bien. Quiero decir, la vi de verdad, no con esa mirada cotidiana donde no existe la atención suficiente para saber bien lo que estoy mirando. No sé cómo fue que   perdí esa práctica, yo solía mirarla detenidamente; me encantaba mirar la sonrisa naciendo en sus labios, la forma en que parpadeaba cuando algo la inquietaba o avergonzaba, sus gestos de sorpresa cuando yo llegaba con un regalo a título de nada…

La miré y noté la ausencia del brillo en sus ojos, ese que en otros tiempos me hacía soñar con el futuro donde ella y yo ya no estaríamos solos en esa casa grande que prometí comprarle. Ya no encontré en su caminar esa energía que la destacaba entre sus amigas de juventud. Con las uñas sin pintar y el cabello recogido en un moño desgreñado, recogía del piso la ropa que fui dejando tirada la tarde anterior, cuando llegué del trabajo cansado y malhumorado, mientras ella guardaba silencio. Recién entonces  caí en la cuenta de que ni siquiera había protestado ni se había quejado por mi desorden, parecía que de una vez por todas se había resignado a mis malos hábitos, que ya no me mirarían sus ojos con esa desaprobación que yo había visto ya tantas veces que no podía contarlas.

La miré y miré a mi alrededor: nuestra casa, sí, por fin era “nuestra casa”; había costado más que las UF  muchas renuncias y sacrificios y  un sin número de fines de semana de horas extras. Nuestro jardín, al cual le habíamos dedicado mucha atención porque sería el lugar donde jugarían nuestros hijos, se veía esplendoroso. Recién llegada la primavera los primeros brotes empezaban a asomar por entre los cipreses que delimitaban nuestro territorio con el de los vecinos y la pequeña pileta  de piedra cerca de la entrada principal cantaba los trinos suaves de sus aguas. Había mucha belleza allí, pero había olvidado detenerme a observar el trabajo terminado. Un poco más allá, las bicicletas de nuestros hijos apoyadas en una  cerca y los maceteros de  azaleas ponían la nota de color  en el acceso posterior de nuestra casa.

Volví la vista y observé el agradable desorden de las mañanas de domingo: la mesa llena de sol esperándonos para desayunar, los tazones desiguales  y el aroma siempre  grato de las tostadas llenaba la cocina. Alrededor, nuestros hijos riendo, sirviéndose el cereal  y disputándose la mantequilla, ambos con los cabellos desordenados  y en pijamas… Y ella que va del lavaplatos al refrigerador,  lleva y trae cosas, sirve la leche, abre la mermelada y  me ofrece más café. Y entonces sus ojos se encuentran con los míos, que esta vez de verdad la miran. Y redescubro allí, justo al fondo de esas pupilas, a la mujer que amé y que no se ha ido. Tan sólo estaba dormida, aletargada quizás frente a mi indiferencia, tal vez cansada de las mismas cosas que me he cansado yo, mientras la vida ha ido pasando. Así que rompo el hechizo y la abrazo con fuerza, la beso en los labios a lo que ella responde mirándome con sorpresa. Nuestros hijos nos miran, sonríen. Y yo me preparo para iniciar el rescate de esta vida que elegí y que todavía me permite una tregua.

 

            ************************FIN**********************

 LA CULPA:

 

Creo que yo tuve la culpa.

Lo había descubierto casualmente, siguiendo sus comentarios y desmenuzando cada línea que se filtraba hasta donde mis ojos podían ver. Un día tuve conciencia que muchas veces lo buscaba, aun cuando al comienzo no podía explicarme por qué. Sus ideas generalmente coincidían con las mías, era dueño de una sutil ironía, de un sarcasmo que ardía en mis pupilas cada vez me lo encontraba navegando por ahí…un aspecto de él que me resultaba interesante, seductor. Me bastaba leer sus opiniones para imaginar cómo hablaba, cómo caminaba, cómo sonreía…

Fue también producto de la casualidad reconocerlo a distancia: más alto de lo que yo había imaginado, con el cabello recogido en una cola revolucionaria y dueño de una sonrisa franca. Llevaba un jeans y una camisa roja, no usaba corbata, esto último me gustó mucho. Lo observé desde lejos un buen rato, parecía querer librarse de un par de mujeres que le hablaban con entusiasmo, que le felicitaban, que le abrazaban. Mientras tanto, yo en una calle lateral fingía mirar un escaparate, como si la moda alguna vez me hubiese importado, y lamentaba no ir vestida de manera adecuada para  la ocasión.

Cuando vi que, por fin, despidió a las inoportunas, lo vi avanzar y sus pasos eran largos,  me dispuse a acercarme hasta situarme detrás  de él. Se volteó al escuchar su nombre, que pronuncié discreta pero segura. Al mirarme, había sorpresa y una interrogante en sus ojos, que duró hasta que pude presentarme. Fue entonces que me abrazó, con ese abrazo  inolvidable, fuerte, largo, cálido, sentí que una parte de él se quedó, desde ese momento, dentro de mí. Me sentí  tan pequeña entre  esos brazos largos y aún conservo el perfume que emanaba su piel aquel día. Pasamos toda una mañana conversando de libros, en una mesa pequeña en aquel café en el centro de la ciudad. Avanzaron aquellas horas deliciosas entre sus palabras y las mías, tan cerca ahora sin la complicidad de la web ni la mirada intrusa de otros entre sus opiniones y las mías. Hablamos de cosas profundas y de cosas triviales; a través de nuestros cafés humeantes yo descubría sus ojos oscuros, sus ojeras de trasnoche, sus manos de dedos largos, su sonrisa seductora, su voz que a ratos se volvía un susurro para contarme  secretos que nunca pensé llegar a conocer. A decir verdad, el secreto en sí era él, aunque yo en ese momento no lo sabía.

Nunca hubo horas mejor gastadas ni café más exquisito que las que nos regalamos. Ofrecí acercarlo a su casa, aunque ello me significó desviarme considerablemente del camino hacia la mía, pero no me importó. Era una manera de prolongar ese tiempo que había transcurrido raudo y que me parece, hasta ahora, insuficiente.

Yo tuve la culpa.

Debí decirle entonces lo que pensaba, lo que  por horas pensé en soledad cuando su nombre revoloteaba y sus palabras me quitaban el sueño. Debí  ser osada, sensual, temeraria.

Muchas veces pasé por aquella misma calle y a la misma hora, tratando de encontrarle, con la secreta esperanza de que me invitase de nuevo a un café, una segunda oportunidad para no seguir atorada con lo que debí decir y no le dije. Atreverme a contarle que la diferencia de edad me importaba un comino, que su esposa era un detalle y que no podía contener los celos que me producían  los halagos que recibía de otras mujeres. Debí ser honesta, aun a riesgo de alejarlo de mí para siempre. Pero no, nunca volví a verlo, y cada cierto tiempo me pregunto cómo hubiese sido mi vida si él hubiese sentido lo mismo, si no le hubiesen importado tampoco nuestras vidas distintas;  cómo hubiese sido despertar un día envuelta en esos brazos, con ese perfume en mi cuerpo y con esa mirada a centímetros de la mía, a qué saben esos labios que saben reír así, como nadie más ríe y cuánto me tardaría en trepar por su columna verbal con los míos. Muchas veces me he preguntado esto y más.

Ahora sólo me queda  la nostalgia de su presencia, nuestras breves conversaciones cuando el mundo no nos consume y la maldita certeza de saber… que yo tuve la culpa.

********************* FIN  ***************************

EL  FAVOR

Por aquellos años estrenaba mi nuevo estado civil.

 Bajo el sol implacable de aquel verano, pasaba gran parte del día en short y camiseta de algodón, el calor sofocante del nuevo milenio me permitía exhibir el bronceado por el que me había expuesto al sol sin bloqueador varios meses. Para ser bella hay que ver estrellas… y yo había visto todo el firmamento. Horas de gimnasio y dietas eternas me permitían lucir ese verano mejor que en años anteriores.  En mis ratos libres me dedicaba a hacer manualidades, para lo cual siempre tuve especial talento. En estas labores me acompañaba mi amiga Verónica, varios años mayor que yo y madre de dos hijos adolescentes. Su esposo, por motivos de trabajo, no pasaba mucho tiempo en casa así que nosotras solíamos reunirnos a pintar en la amplia cocina que  tenía unas ventanas amplias por donde entraba el sol a raudales. Mientras, sus hijos y los míos disfrutaban galletas horneadas y jugaban Play Station en la sala.

A medida que avanzábamos en nuestros trabajos, nos contábamos la vida. Ella solía manifestar su aprobación por haberme atrevido a separarme de quien fuera mi marido. “Ese hombre no te merece”- me decía-  “deberías buscarte un pololo”. Yo sólo sonreía, agradeciendo su compañía y afecto, algo de lo cual  carecía y ella me entregaba con tanta facilidad. “Mario y yo también hemos tenido problemas, pero cuando pasas la barrera de los cincuenta, ya lo piensas dos veces antes de hablar de divorcio”. Pese a eso, jamás les vi discutir ni nada parecido. Además, me hubiera parecido extraño ver a mis amigos enojados; en ese hogar se respiraba la armonía que se exhala cuando hay muchos años de vida en común. Tenían una linda casa: la sala contaba con una chimenea cuya  única utilidad era la de servir de cuna a una pequeña tortuga, mascota de Evelyn, su hija. Cojines de brocatto perfumados sobre grandes sofás y el piso de madera combinaban perfectamente con los muebles, muy bien distribuidos. Y en un costado del magnífico comedor, un enorme  acuario, donde nadaban despreocupados gran variedad de peces de colores entre algas artificiales; en una esquina de éste, un pequeño muñeco con forma de hombre rana con la mano en alto parecía saludar.

“Nos vamos de vacaciones a Rancagua, por un mes. Mario necesita descansar, así que estaremos fuera un buen rato.¿ Me harías el favor de cuidarnos la casa?”- Obvio, Vero. Para eso están las amigas, además me queda cerca… No me cuesta nada, no te preocupes.“Del acuario despreocúpate: el Sr. Morales, un colega de mi marido, vendrá a dormir, así que él se ocupará de atender el acuario y de darle de comer a los peces”-  Y así sellamos el trato. Me entregaron las llaves y mis obligaciones serían simples: sacar la tortuga al césped y darle de comer, regar el jardín, barrer las hojas de los árboles y eliminarlas con la basura que arrastrara el viento. Al atardecer iba a encender algunas luces y revisaba cada habitación asegurándome que todo estaba bien.

La primera semana transcurrió sin novedades, yo cumplía con mi rutina religiosamente. A veces encontraba sobre la mesa una caja de pizza abierta con restos de comida y el Sr. Morales había elegido para dormir la cama matrimonial, cosa que me pareció un poco abusiva, pero en general todo se mantenía bastante ordenado.

 El primer sábado llegó y amaneció con un sol radiante. Pensé en irme a la playa con mis hijos, así que antes de eso partí a cumplir con mi compromiso. Me puse  bikini bajo el short, una camiseta de bambula y caminé los casi 100 metros que me separaban de la casa de mi amiga. Casi había girado la llave en la cerradura de la puerta exterior, cuando escuché que alguien silbaba dentro, se oía agua corriendo y música. Será el Sr. Morales-pensé. Entré. El espectáculo que apareció ante mis ojos no pudo menos que arrancarme una sonrisa: un joven en bermudas, descalzo  y a torso desnudo lavaba su vehículo con la manguera del jardín, la música provenía de la radio encendida en la cocina cuya puerta estaba abierta de par en par. La espuma no sólo estaba sobre el automóvil, también salpicaba  el cuerpo de este joven que, en ese momento, me pareció una escultura griega entre los helechos colgantes que decoraban el patio. “Usted debe ser la señora que está cuidando la casa… Alicia, verdad?”, me dijo sonriendo al tiempo que me extendía su mano mojada y ponía un beso en mi mejilla, presentándose. ”Sí, Alicia –respondí tratando de no mirar ese abdomen marcado y plano…pero era casi imposible no hacerlo. Sobre la curva de su cadera se deslizaba una gota de agua, el surco por donde caía parecía llegar a un lugar mágico y prohibido. ”Tú debes ser el hijo del Sr. Morales…”, pregunté tratando de desviar la mirada. “No. Yo SOY el Sr. Morales”, me contestó con una sonrisa de dientes perfectamente alineados y blancos como la espuma que se volvía agua sobre sus hombros turgentes y firmes. Recién caí en la cuenta de que estaba como hipnotizada. Como un zombie estival caminé hasta la cocina, mientras pensaba lo estúpida que debí parecerle. Él caminó detrás de mí, hablaba sin parar excusándose por el desorden que había dejado por la casa, como si yo estuviera preguntándole por eso. De pronto, levanté la vista y nuestras miradas se cruzaron, por vez primera su sonrisa se congeló. Silencio. Incómodo silencio. Saqué la tortuga, abrí las ventanas y como un rayo crucé por el jardín, barriendo las hojas que se acumulaban sobre las baldosas. Ya casi había terminado cuando… “Disculpe… como habrá notado, yo entro temprano a trabajar y a veces dejo ropa lavando. Usted sería tan amable de tenderla? La centrífuga aún no se detiene cuando ya tengo que irme… Sería mucho molestarla con ese favor?”- dijo. Ningún problema- respondí- No me cuesta nada tenderla…se la dejaré sobre la cama, está bien? “perfecto, gracias”, dijo él… y de nuevo tenía esa sonrisa de comercial que me parecía tan seductora.

 La playa estaba exquisita, pero mi mente regresaba una y otra vez a la casa de mi amiga, volvía a sentir escalofríos al recordar  a ese joven ligero de ropas, su sonrisa, su voz, su mirada sobre mí mientras yo bajaba la vista para no delatar mis pecaminosos pensamientos.

El lunes retomé mi compromiso; fui temprano y no había nadie en la casa. Sólo una nota sobre la mesa donde me recordaba el favor que me había solicitado el sábado… como si pudiera olvidarlo. Abrí la lavadora y en el patio tendí sus prendas cuidadosamente. Al día siguiente, una nota con su letra me guió hasta el refrigerador, allí encontré tres pasteles de merengue y mango como muestra de agradecimiento. Pasé la semana tendiendo su ropa y cada vez había chocolates, dulces, palmeritas y otras exquisiteces  para cortejar mi paladar. Guardaba sus notitas como cartas de amor, así de cursi…Sábado y domingo opté por no ir temprano, así evité encontrarlo y de paso poner en evidencia mi nerviosismo. Al llegar el martes subsiguiente, me sorprendió ver su vehículo en el garaje. No se veía movimiento y entré serena por la puerta que daba a la cocina. Tenía a la tortuga entre mis manos cuando él apareció por la puerta del cuarto, despeinado y con la camisa semi abierta; me comentó que había vuelto de la oficina porque no se sentía bien, al parecer un malestar gástrico por un mariscal que se sirvió durante el fin de semana. “Tengo que colocarme un medicamento a la vena, lo compré pero no tengo  a quien llamar…”  No pareció sorprendido cuando me ofrecí a administrarle el medicamento, la vocación me brotó espontáneamente. “Son dos dosis”-me comentó. No te preocupes, vivo tan cerca que no me cuesta nada venir y administrarte la medicina. Si es cada doce horas, vendré a las once de la noche y verás que mañana estarás mucho mejor- le dije.

Puntualmente acudí a cumplir con lo prometido. Él estaba en cama, había arrendado una película y se disponía a verla. “Es una comedia romántica, me dijeron que es buena… pero verla solo… qué fome. Podríamos verla un rato, y en un break me pones la dosis que falta…”  Me quedé. Sentada al borde de la cama miré alrededor: había un amable desorden y por la ventana entraba un perfume de flores  y pasto mojado, la película comenzó y un silencio extraño reinaba entre los dos, como si algo denso flotara en el ambiente sin atreverse a descender. “Pon los pies sobre la cama, no me molestas”. Me quité las sandalias y traté de parecer serena. Pero el calor de esa noche de verano parecía más intenso que de costumbre...Nos acercamos poco a poco, como midiendo nuestras voluntades; sin decir nada, nos besamos por horas, primero torpemente, pero luego habíamos encontrado la sincronía entre sus besos y mis pausas; a ratos se oía la película que avanzaba en su historia, tan ajena a la nuestra, donde cabíamos los dos sin más lenguaje que las caricias  y el deseo desatado, donde el aire se había vuelto tan ligero y nuestros gemidos y susurros salían por la ventana abierta, volaban como pájaros, libres al fin de la cárcel de nuestra prudencia.

Desperté a la mañana siguiente y mi paciente me miraba con una sonrisa en el rostro, sus hombros tenían un brillo sutil de un sudor cuyo sabor ya había probado; en sus ojos  cabía ahora toda la ternura del universo y mis cabellos desordenados llegaban hasta su almohada. De su enfermedad no había señales, aunque nunca recibió la segunda dosis…

FIN

 

RUTINA

 

Dos veces al día subo al Bio Tren para volver a casa. Hoy, terminando el primer viaje, me crucé en el camino de una bala. Presumo que el segundo viaje me dejará en una estación desconocida.

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… Porque desde que abro los ojos te sueño tanto como cada noche que te espero.

Te advertí, que mi amor era para siempre.

 

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ACIERTO

 

Unas opacas cortinas que se mecían al viento dejaban entrever un misterioso lugar donde presumía hallaría cosas mágicas y especiales. Una tarde abandoné mi acostumbrada prudencia y crucé la puerta  de madera agrietada y  bisagras enmohecidas: me  encontré de frente con una mesa destartalada, un florero desnudo y una vieja salamandra oxidada: mis suposiciones eran acertadas.

 

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REUNION

 

Al cruzar el umbral,   unos ojos serenos le sonrieron. Por alguna razón, dejó de temblar tras la tensa espera.

 

“Toma asiento, te esperaba” – escuchó. Recién entonces reconoció, en ese individuo de cabello cano, la voz de su primer amor.

 

 

 

 

DE TI

 

De un silencio tan profundo aún puedo  oírte, como si desde las capas submarinas tu voz de alzase, como si por fin encontraste la forma de venir, de abrazarme, de quedarte…

 

De ti aprendí a ser la que era, a conciliar mis defectos sin apuro, a caminar lento y sin hablar sobre la arena. A escuchar sin prisa hasta los mínimos suspiros de la naturaleza.

 

De ti aprendí a deshojar la luna con mis labios y supe cuán grande es la fuerza de aquel puñado de sueños que albergamos entre nuestros dedos entrelazados.

 

De ti aprendí que todo nace de ti.

 

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CONVICCION

 

Todas las noches cambia de lado la almohada para apoyar su mejilla sobre una superficie fría y, abrazando un cojín de raso blanco, se convence de que él duerme a su lado, no  en el Patio 9 del Cementerio General.

 

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O”HIGGINS CON ANIBAL PINTO

 

El Bari,  pionero en Concepción vendiendo papas fritas con coca cola, ya no existe. Actualmente una amplia librería ocupa toda esa esquina, en O"Higgins con Aníbal Pinto. Tiene sentido: yo ahora leo más libros, compro agendas cada año y ya no consumo ketchup.

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EL PREMIO

 

Al abrirse las cortinas del Teatro Concepción dejaron ver a mi madre, entonces de nueve años, al centro del escenario. La precaria iluminación de los años cincuenta  disimulaba su nerviosismo y  orgullo al obtener el primer lugar en el  Concurso de Cuecas Escolar.

 

Al llegar a casa con su pequeño trofeo, éste fue exhibido sobre un arrimo a la entrada de la casa, junto a  numerosos adornos de loza, donde mi abuela por años guardó su prótesis dental.

 

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DECADENCIA

 

“Estoy en franca decadencia”- dijo ella, con una triste sonrisa en los labios, lamentando de inmediato haber emitido tan grotesca afirmación.

 

“Deja que yo decida eso”- contestó él con voz firme, mientras   con sus dedos y sus labios la invitaba a descubrir las huellas que tantos años de ausencia habían dejado sobre los dos.

 

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EVOCACIONES DORMIDAS

Sentada entre una multitud apresurada y sudorosa, elijo un asiento aislado y sucio de tantas manos viajeras. Envuelta en el calor de una atroz brisa en este enero implacable, alzo la vista y veo las cúpulas de la iglesia que se alza majestuosa en Avenida Santa Isabel. Entre las altas palmeras y la polución normal de nuestro cada día, un recuerdo triste se abre camino hacia mí, luego de 13 años de ausencia.

Voy reviviendo memorias lejanas y el tiempo se detiene…

Sus manos al volante, nuestros hijos y sus voces coreando canciones de Fito Páez. Su voz hablándome de calles donde jamás volvimos, una tarea social que cumplir a la cual me invita con su tibia y distante cordialidad acostumbrada, como espectadora de primera fila.

Por sobre el cemento hirviente de la calle, las ruedas de nuestro Ford azul avanza temerario, mientras el paisaje comienza a cambiar y las casas patronales de imponente fachada colonial de nuestro sereno Barrio República van quedando atrás y se abren paso unas minúsculas viviendas sociales, pasajes estrechos y de tierra donde juegan con el agua de un grifo abierto muchos pequeños descalzos y sonrientes en su poblacional alegría. He olvidado por completo los nombres de las calles por las que transitamos, apenas un vago recuerdo de una comuna en la periferia, descolorida y triste, donde la dulzura de una tía parvularia  nos abrió un triste portón enmohecido tras el cual niños de inocentes y asustadizas miradas se acercaban tímidamente para conocer al doctor. Y así fue que, toda una otoñal mañana, conocimos de cerca esa realidad que duele en el alma y que los medios sólo enseñan cuando hay que estremecer los bolsillos de los que han tenido mejor suerte.

Mientras tanto yo, pensaba cuán afortunados eran mis hijos que no habían conocido la soledad, ni esas calles oscuras y humildes, ni las necesidades insatisfechas.

Y mis ojos vuelven al horizonte brumoso de este Santiago de locura, el andén se ha llenado de pasajeros nuevos; los bocinazos, la hostilidad y la indiferencia de este lugar me parecen ahora cómplices de un engaño premeditado y desleal en toda su lejana plenitud.

No era cierto entonces, como no lo es ahora. Entonces sí supe de necesidades y soledades.De esas que él me había prometido nunca más volver a sentir...

Un día solamente, un minuto, ha bastado para aceptar que no es posible un futuro sin recuerdos, estos tatuajes que la memoria lleva puestos y que se ha quedado tiñéndome el alma con el tono turbio del abandono innegable.

                                         FIN

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ROMEO Y JULIETA

Dulces las horas en que él existe,

cuando su sonrisa apacigua los mares

y su mirada detiene el tiempo

sobre el que transito.

Dulces sus promesas tibias,

donde yacen mis silencios

y se deshojan mis únicas pasiones.

Dulces, más que todo,

los recuerdos que no comparto

porque de nadie si no míos

son los secretos de esta historia

donde fui su Julieta sin balcón

y él mi Romeo redimido.

 

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INSOMNE

Sobre la mesa de noche

unas hojas en blanco

y mi lápiz con escaza tinta.

Son 

las 03 AM y no consigo dormir.

Algo revolotea a mi alrededor

rozándome suavemente,

cada vez que intento atraparlo

vuelve a elevar su vuelo.

Enciendo la luz

y las palabras

descienden sobre mí

como una lluvia de estrellas infinita,

sin ruidos,

como impulsadas por una singular brisa

pese a todas las ventanas cerradas.

Esta noche será muy larga -pienso-

mientras compruebo que las palabras

comienzan a beberse mi tinta…

 

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NUNCA MÁS

No volveré nunca más a verte y, seguramente, nunca más hallaré esas notas con tus líneas entre mis cosas. ¿Lo ves? Nunca me gustó decir nunca más.

 

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RAZÓN

Me confesó llorando que había perdido la razón de existir, que el viaje no tenía razón de ser y que, además, no había razón para negarse a lo inevitable.

Yo pensé: qué importa ! El mundo está lleno de gente que ha perdido la razón.

 

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En el andén.

Despeinada y sin maquillaje abro el libro en un andén repleto de gentes.

Sentada en el estrecho andén, extiendo las piernas sobre mi pesada maleta y bebo lo que me queda del agua que se ha tornado tibia y extraña con el pasar de las horas.

Heme aquí: soy de veras invisible en este universo de cuerpos humanos, de gritos de ambulantes, de voces impertinentes que compiten por arrebatar mi nube, que atentan contra mi afán creativo que no sabe de horarios hábiles, estaciones o lugares.

Debí traer mi croquera- pienso- al ver que la batería de mi laptop también conspira en mi contra arrojando a mi pantalla el aviso de carga mínima.

El libro me habla de ciudades lejanas, capitales despiertas, selvas, ríos, montañas…

París y Quito justo aquí, al alcance no sólo de mis ojos siempre ávidos de aventuras prestadas. La selva y la sabana de los cuentos que me dejó como embajadores de su breve presencia esta mañana.

   Y él se marcha cruzando la carretera que lo aleja a cada vuelta de rueda aún más de mi mirada. Quién sabe cuántas lunas menguarán para volver a beber la miel de sus palabras, la luz que envuelve sus gestos, la sonrisa en sus labios, los abrazos eternos, toda esa ternura acumulada.

Descomplicada por fin, pero aún con la certeza de esta agotadora jornada, de una cosa estoy segura: mientras retenga yo su recuerdo nada logrará que desaparezca del horizonte de mi esperanza.

Él-suerte la mía!-existe. Existe, y me ha mirado. Súbitamente soy consciente de algo: antes de emprender este viaje ya había comenzado mi camino hasta sus labios.

 

FIN

 


In the platform.

Disheveled, without makeup I open the book on a platform packed with people.

Sitting on the narrow platform, extend the legs on my heavy suitcase and drink what's left of the water has become warm and strange with the passing of the hours.

Here am I'm really unseen in this universe of human bodies, of street cries, voices competing to snatch impertinent my cloud, that seek my creative desire that knows no business hours, seasons or places.

I should have brought my sketchbook, I think, to see that the battery in my laptop also conspires against me throwing my screen low battery warning.

The book tells me about distant cities, capitals awake, forests, rivers, mountains ...

Paris and Quito right here reach not only my eyes always eager for adventures borrowed. The forest and savanna of the stories that left me as ambassadors of his brief presence this morning.

    And he is running across the road at every turn him away further wheel of my gaze. Who knows how many moons dwindle to return to drink the honey of his words, the light surrounding her gestures, the smile on his lips, hugs eternal, all this tenderness accumulated.

Descomplicada finally, but even with the certainty of this exhausting day, I'm sure of one thing: while I hold his memory will achieve nothing disappears from the horizon of my hope.

He-lucky me!-Exist. There is, and I've looked. Suddenly I realize something: before this journey had already started my way to his lips.

END

El abismo.

¿Cuánto es, don Enrique? Sus ojos pardos y sin maquillaje hacían la pregunta con un dejo de súplica en la voz, deseando que esta vez la respuesta fuera por lo menos razonable y al alcance de su precario bolsillo.”No se preocupe, si usted sabe que a las clientas bonitas yo les hago una atención…” Había ese algo en la voz del almacenero que no dejaba de provocarle una especie de repulsión y vergüenza; cada vez que se acercaba fin de mes se veía obligada a recurrir a sus favores: leche para la guagua, colaciones para el más grande, algo para la once.

Desde que él se había ido sin explicaciones apenas podía parar la olla con lavar y planchar lo ajeno. El que antes fuera un cutis lozano y moreno ya comenzaba a mostrar los signos de un envejecimiento prematuro, y sus manos antes de uñas pintadas y piel suave estaban ajadas y ásperas de tanto restregar en la batea bajo el sol de mediodía.

“Ya pues, no se me ponga vergonzosa, Carmencita. Si yo a usted le he dicho que si algo necesita tiene que pedir no más, si en pedir no hay engaño, dicen; después arreglamos… además, no hay nada que no podamos resolver si llegamos a un acuerdo, con esas piernas tan lindas que tiene usted no le cuesta nada atravesar la calle y venir donde su casero pues. A mí no me sobra, pero tampoco me falta y con gusto la ayudo… pero claro que no sea arisca conmigo, si yo no la voy a morder…” Y mientras oía aquello ella bajaba la mirada lo mismo que don Enrique acechaba sobre el escote de su blusa floreada.

  Carmen tomó la bolsa sin levantar la vista y musitó quedamente “me lo anota don Enrique, por favor?”

Cruzó la calle de prisa, como escapando de esos ojos intrusos que le arrancaban la ropa sin tocarla siquiera.

Los niños la esperaban para la leche de la mañana, abrió el refrigerador: nada. El más pequeño lloraba asomado entre los barrotes de la cuna y el mayor mordisqueaba un pedazo de pan. Tuvo ganas de llorar y correr, de desaparecer incluso… pero la imagen de los rostros de sus hijos hambrientos y mal vestidos fue más fuerte que su orgullo de mujer. Se lavó la cara, se pintó los labios con un resto de labial de años mejores, al mirarse al espejo se encogió de hombros y una sonrisa triste se dibujó en su boca.

“Cuida bien a tu hermano, yo vuelvo luego y voy a traerles algo rico para comer. No le abras la puerta a nadie, entendiste?”

El pequeño asintió. Carmen cerró tras de sí la puerta y cruzó la calle decidida.

 

FIN.

Impasse

“¡Mierda!

Esto sólo me pasa a mí… Justo ahora, que me había puesto la mini de jeans y mis botas largas de sexy tacón. Debí haber venido con ropa cómoda, una blusa holgada y fresca y no esta chaqueta de cuero negro sobre mi sensual top con transparencias. Ahora me va a salir con que no funciona, con que no avanzamos nada, con que está frío o que está seco. Me miro las uñas, tan lindas que me las había arreglado, todo en los tonos de moda y yo con esa crema sobre el escote que brilla en la oscuridad. Mis pantimedias negras de red no sé si resistirán las maniobras que quiero hacer, él parece indiferente a mi prisa, claro, como no tuvo que estar todo el día entre la peluquería y la depilación…Con agua y espuma le basta, tan básico es.

Para qué le doy más vueltas, suspiro, me resigno: me inclino y extiendo la mano, tiro con fuerza. Levanto el capó: ahora voy a ver qué cresta le pasa a mi auto.”

 

FIN.

Pero es que yo te amo!

Me amas…? Me amas! Es cierto eso?

El gesto apretado de tu mandíbula me responde sin dejar espacio a la duda. En tus ojos una luz chiquita pero intensa me lo aclara más todavía. Era tan fácil evitarnos este amargo momento, dejar la luz apagada sin mirar atrás y cerrar la puerta sin tener que volver a mirarnos…Hubiera sido sencillo desenredar nuestros cuerpos, despojarnos de las sábanas y vestirnos sin hablarnos, sin tratar de llenar el silencio con promesas de citas futuras, con esperanzas vacías que ambos sabemos no son realidad.

Me hubiera gustado tu beso húmedo y suave, tu lengua buscando la mía, succionándome el alma, dejándome otra vez sin aliento… Aferrados tan sólo a ese breve momento, al de vernos desnudos sin explicar nada, sin temores ni pudores absurdos; tus manos diestras acariciándome dulcemente sin límites, tu voz confundida con el roce del satín sobre mi piel trémula y ansiosa.

Nada esperaba, nada más quería de ti. Siempre me bastó tu sensualidad descontrolada, tu boca hambrienta de mis miradas, tus ojos ávidos de todo eso que yo te daba… Y ahora vienes y me dices, como si nada, que me amas? Debes estar soñando: yo jamás te prometí nada. Nunca puse en tus oídos palabras acarameladas, ni cartas de amor te he enviado, ni te pedí nunca que te quedaras a mi lado hasta llegar la mañana.

Yo una vez amé y a nada se parecía lo que mi alma experimentaba… Por eso sé que no me amas: no es más que una ilusión lo que imaginas amor…Es sólo tu percepción, sólo una tibia sensación que te confunde la razón, apenas unas gotas de pasión derretidas sobre nuestra piel en llamas.Óyeme bien:yo jamás te prometí nada.

Y al salir deja, por favor, la luz apagada….

 

 

FIN.

Forever and Ever

"Y de pronto descubrió que no era posible, la intensa llama de la pasión se había extinguido para siempre y sólo quedaba un tenue fulgor para recordarle la que ya nunca más sería....

 

FIN


Cita a Ciegas

"Puesto que sabía con certeza lo que no quería, decidió no presentarse a la cita a ciegas."

 

FIN

 


Señora

"Señora", pensó,  mientras miraba su anular recién vestido de oro.

¡Señora!...

Cuando volvió la mirada hacia el espejo su sonrisa había desaparecido.

FIN

DESPIERTA, ALEJANDRA…(Dedicado a ti, amore)

“Despierta, Alejandra”-, reconozco tu voz abriéndose paso en la oscuridad de otra mañana de invierno. Es lunes, otra vez.

Salgo de la cama mientras le doy una mirada asesina al reloj. Y te veo ahí, observándome desde la puerta de mi cuarto con esa mirada dulce y serena que me anima a enfrentar otra semana.

 Mientras me ducho, escucho tu voz que me va contando lo que dejaste pendiente, lo que no alcanzamos a concretar, lo que en secreto guardabas para sorprenderme algún día…

   Ya vestida, vuelves a decirme que no te gustan los escotes ni el lápiz labial escarlata: tú prefieres las cosas naturales. Pero te guiño un ojo y te recuerdo que no tienen sentido tus celos, y que ese fue el labial que llevaba  puesto la primera vez que me besaste.

Me miro al espejo tantas veces como sea necesario, tu voz me susurra al oído esas palabras que aún permanecen flotando en el aire y que vuelven a vibrar cada vez que te recuerdo…

La hora avanza, reviso  mi cartera para no olvidar nada: llaves, celular, billetera. Me recuerdas que hace frío afuera, que debería llevar paraguas. Te digo que no hace falta, volveré temprano, no tendrás que esperarme tanto tiempo a solas…

  Bajo las escaleras, cuento los pasos, el aire salino acaba por arrebatarme tu cálida presencia del alma: pero miro hacia el último piso, allí, donde está mi ventana…y vuelvo a saber que me esperas, que ni siquiera la muerte  ha podido alejarte de mi cama.

 

                                                        FIN

EL VIAJERO

 

   Llegó hasta la ventanilla con su pasaje en la mano.

La fila había sido larga; durante el tiempo de espera tuvo tiempo de observar cuidadosamente a los que serían sus compañeros de viaje.

Una mujer con un niño en brazos que no dejaba de llorar aunque su madre le ponía el pecho o lo cambiaba de posición constantemente. Un grupo de tres turistas gringos, rubios a morir, de ojos celestes como se estila por esos lados, vestidos tan estrafalarios que, aun sin ser blondos, era fácil adivinar que venían de otro lado. Un señor de edad avanzada, acompañado por quien parecía ser su hija, quien estaba permanentemente preocupada de recordarle que se pusiera a la sombra, que se acordara del horario para tomar sus medicamentos para la presión, que aunque fueran vacaciones había que cuidar la dieta. - Acuérdese, papá, que usted se descompensa pues, no sea porfiado y que no lo pille yo con un vaso de vino en la mano, ya dijo el doctor que eso le hace peor para lo que usted tiene-. Una adolescente que cada cinco minutos sacaba un espejo de bolsillo y un gloss rosado para retocarse los labios, con un piercing en la lengua que le servía de entretención mientras su madre se abanicaba con una revista de modas. Ay, Marcela, con este calor y tanto que hay que esperar… De haber sabido tal, me vengo mucho antes, para alcanzar asiento. Estas esperas tan largas suceden sólo en este país, en Argentina las cosas son muy distintas..!!

Luego de algunas horas sudando por el calor de Santiago en enero, por fin apareció el bus que habría de llevarlo al Sur, donde seguramente ya su madre había amasado el pan temprano y le había cocinado esa cazuela de ave con harto cilantro, que tanto le gustaba . Luego de acomodar el único bolso que constituía su equipaje, se acomodó en su asiento. Siempre pedía ventana, porque le gustaba ir viendo el paisaje del camino, era agradable ir mirando los distintos tonos de verdes, ir sintiendo que el aire se volvía más húmedo mientras se acercaban a su ciudad natal, disfrutar de lo magnífico de ese cielo despejado, de los horizontes que cambiaban de color con el transcurso de las horas, de ir reconociendo cada ruta de ese camino que mil veces había recorrido.

A su lado iba una mujer voluminosa, de brazos gruesos, que le habían quitado la posibilidad de usar el apoyo que había entre ambos asientos. Vestía una falda con estampado de flores grandes, usaba unas chalas bajas a través de las que podía ver unos pies de empeine alto y dedos pequeños y regordetes, el dedo meñique se había abierto paso a través de las huinchas que sostenían la parte anterior del pie para terminar apoyado con toda propiedad sobre el piso del bus.

Más o menos cada 20 minutos la mujer resoplaba y se echaba viento con el diario, intentando acomodarse sin resultados en un mínimo espacio que no abarcaba toda su amplia humanidad.

   Francisco llevaba en su mente mil planes y proyectos. Antes del viaje había invertido sus únicos ahorros en ropa comprada en Tacna, algunas joyas de plata y una que otra película pirata con el fin de iniciar así un pequeño negocio. Se había quedado cesante y fue lo que se le ocurrió para mover algo de capital hasta encontrar un nuevo trabajo. No quería pedir ayuda a nadie y su familia tampoco sabía de su verdadera situación actual, ya que él había sabido ocultar su preocupación y angustia por una cesantía que ya llevaba un par de meses existencia. Esto tenía que resultarle, sí, era mejor pensar positivo y, sin darse cuenta, pronto volvería con la cantidad invertida más las ganancias a renovar su mercadería y sus ganas de que todo iba a resultar según él lo tenía planeado.

Mientras compraba en una de las numerosas ferias que hay en el vecino país, un joven matrimonio se le acercó a pedirle que se probara una chaqueta de cuero; era para un cuñado, le dijeron, que era como de su talla y ese sería un regalo de cumpleaños. Como le quedó bien, Francisco debió también probarse una camisa y una polera, todo por el cuñado en cuestión. A cambio de la molestia de haberlos ayudado a elegir, ellos le invitaron a almorzar un rico ceviche en un restorán de esos que abundan en Tacna, con platos abundantes y picoteo previo. Al término del almuerzo ya casi eran amigos, entre el cebiche y la cerveza, los simpáticos nuevos amigos le contaron que eran de Santiago, que estaban de vacaciones y habían aprovechado de salir de Arica, ciudad que ya habían visitado en varias oportunidades y que les gustaba por sus playas y su clima. Se veían bien vestidos, Francisco dedujo que tenían una situación acomodada y que, tal vez, hasta pudieran ayudarle en el futuro a encontrar un trabajo en la capital, si es que su negocio de las ventas no funcionaba como él esperaba.

   Luego de una sobremesa prolongada, decidieron continuar juntos de compras por la tarde. Ellos conocían donde comprar a buen precio cualquier cosa, así que acordaron viajar de vuelta a Arica juntos. Antes de tomar el taxi, Francisco accedió a ponerse la chaqueta de cuero comprada por ellos, ya que llevaban tanta ropa que seguramente en la frontera tendrían que pagar algún impuesto por la mercadería. Pensando en poder retribuir en parte la generosidad de sus nuevos amigos, Francisco se puso la chaqueta y cruzó por el complejo Santa Rosa, por suerte un amigo aduanero le había evitado la revisión de rigor y sus compras llegarían a destino sin pagar impuestos.

Llegando a Arica, quiso devolver la chaqueta, pero acordaron que la conservara, ya que hacía frío a esa hora y, casualmente, viajarían a Santiago con diferencia de horas: ellos tenían vuelo reservado la mañana siguiente y Francisco se iría por bus, el mismo día. Acordaron reunirse en la capital, almorzar juntos en la casa de ellos y recuperar entonces la prenda. Francisco pensó que eran muy generosos y le dio gusto inspirar tanta confianza en quienes apenas conocía.

   Finalmente, tras dos días de viaje en bus desde Arica a Santiago, Francisco llegó a Santiago. Curiosamente, sus amigos no aparecieron ni le llamaron por teléfono como habían prometido. Pero él estaba decidido a enviarles la chaqueta desde Concepción en tanto llegara, y de paso les enviaría una carta de agradecimiento por las molestias que se habían tomado con él aquel día en Tacna.

   Mientras, el bus avanzaba entre llanos y esteros, cruzando puentes y dejando atrás el vértigo capitalino. Su madre le había llamado un par de veces al celular, diciéndole que todos estaban deseosos de verlo, que cuatro años en el norte trabajando era mucho tiempo y ella estaba dispuesta a conquistarlo con sus platos favoritos para quitarle las ganas de andar como gitano por el mundo… Francisco sonreía. En pocas horas volvería a estar sentado a la mesa con sus padres, hermanos y sobrinos, podría volver a dormir en su cama de juventud y despertar en la mañana con el olor a pan tostado y en los días fríos su madre le confortaría con unos ricos picarones con chancaca.

   Se acercaban a Talca cuando más adelante pudo ver que las balizas de carabineros iluminaban el atardecer. “Un accidente de carretera, seguro”, se dijo, intentando ver mejor a través de la ventana. Sin embargo, a poco andar el bus se detuvo, una pareja de carabineros subió y le llamaron por su nombre a viva voz. La gorda del lado se levantó de un salto de su asiento, dándole la pasada y mirándolo como se mira a un espanto. Al levantarse, con sorpresa sintió la mirada de desaprobación de todos en el bus, se oía un murmullo poco amigable que nacía desde los asientos cercanos al suyo y alcanzó a oír algo que le cerró la garganta con un nudo que no sabía como desatar: “seguro se trata de un delincuente, por algo lo andan buscando…”

Confundido y asustado, descendió del bus con su único equipaje, mientras era revisado con violencia por los uniformados y recibía órdenes de guardar silencio. Por el suelo fueron quedando tiradas sus joyas de plata, las poleras y películas que pensaba vender en el sur. Apoyado con ambos brazos sobre el furgón policial fue despojado de la chaqueta de cuero que sus nuevos amigos le habían encargado. Un sabueso acercó a la prenda su diestra nariz y comenzó a ladrar con energía. Dentro del forro de la misma, una serie de papelillos blancos doblados en cuatro cayeron al suelo, mientras Francisco era empujado dentro del furgón policial por quienes no escuchaban sus explicaciones ni sus súplicas de respeto.

   El bus siguió su marcha, un silencio reinaba ahora entre los pasajeros.

Mientras tanto, en una mesa del sur un plato servido se enfriaba sobre la mesa.

 

FIN

BAJO LA TORMENTA

   Nublada se anunciaba aquella mañana sobre la bahía de San Vicente.

A lo lejos, las siluetas de los barcos meciéndose sobre las olas se confundían con la neblina predominante; todo parecía un bosquejo de color gris sobre un lienzo opaco y frío.

   Marco, como era habitual, se preparaba para iniciar una nueva jornada. Había que zarpar antes del amanecer y, cuando el clima lo permite, se ponen en marcha los lanchones en cuanto la tripulación está completa. A esa hora el hombre y la mar son uno sólo, entremezclándose en un abrazo invisible que es capaz de borrar todas sus diferencias. Las mareas semejan una ondulante bienvenida, deliciosa invitación para quienes miramos desde la orilla mas no así para quienes deben el sustento a las profundidades y sus misterios.

   Es difícil zafarse de las sábanas cuando el cuerpo ya está tibio, cuando el dulce sopor del sueño comienza a hacer presa de cada sentido y el traqueteo de lo cotidiano abre paso al amplio universo de los sueños…

Mientras las nubes se desvisten de luz , Marco se viste lentamente. La desagradable sensación de abandonar el lecho cálido y revuelto se disuelve cuando mira hacia la cama de su pequeña hija. Los rizos de sus cabellos son una red de hebras doradas dispersas sobre una almohada rosa, de entre sus manos posadas a la altura del pecho asoma la cara divertida de un conejo de peluche al cual le falta un ojo. A la diestra de esa cama duerme Isabel, la mujer de Marco, con una expresión serena y ausente; su rostro era distinto cuando dormía, él solía decirle que así se veía aún más hermosa que despierta.

   Terminó de calzarse, se preparó una taza de té y se sirvió un pan con margarina. Mientras bebía el primer sorbo evocaba imágenes de su vida de antes, cuando era libre como una nube y su única ocupación consistía en tejer hamacas de macramé o coser monederos de badana en alguna feria artesanal itinerante. Eso fue hasta que se enamoró de Isabel y decidió dejar de ir como gitano, acostumbrándose con gran dificultad a la estabilidad que un hogar promedio demandaba. Los días de la marihuana y el trasnoche con amigos vagos habían quedado atrás y el único recuerdo que le quedaba de aquellos años era su guitarra, donde entonaba, cada vez que podía, alguna canción de amor para su mujer o alguna ronda infantil para entretener a su pequeña.

Terminó de beber el té, dejó todo tal cual sobre la mesa. No quería irse y despertarlas. Se enfundó en una casaca y antes de cruzar la puerta para salir escuchó la voz de Isabel que le decía “chao, amor, cuídate…” Tras eso, cerró la puerta y emprendió su camino hacia el puerto. Mientras caminaba esquivando charcos y sorteando la lluvia que había comenzado a caer con más fuerza, su mente seguía recorriendo los años pasados…

   Cierto, pensaba, Isabel no poseía una belleza abrumadora. Tal vez terminó enamorándose de ella por haberla visto llorar tantas veces. En aquel tiempo, solía coincidir con ella en un almacén del barrio; cada vez que sus ojos la miraban ella bajaba la vista, seguramente avergonzada de los hematomas que intentaba disimular cubriéndose el rostro con el cabello desordenado, resultado, sin duda, de la fuerza del matón de poca monta con quien compartía su vida. “Un mal amor”, esa era la única respuesta que conseguía cuando le preguntaba por qué toleraba las humillaciones y la vergüenza. De tanto consolarla y animarla, acabaron por atreverse a darle un giro a sus vidas. Desde entonces, dos inviernos ya habían concluido cuando nació Mariela, la hija de ambos, quien había heredado la sonrisa de la madre y la expresión cándida de los ojos del orgulloso papá.

   La lluvia había comenzado a arreciar. Al acercarse al puerto apenas podía ver con claridad a través del tupido aguacero, el viento hacía de las suyas entre los escasos lanchones de pesca artesanal que se mecían a compás de las aguas agitadas de un mar súbitamente embravecido. A lo lejos, alguien gritaba su nombre y le avisaban que no habría zarpe, la mar estaba demasiado peligrosa para aventurarse a salir. Además, la Capitanía de Puerto no tardaría en cerrar la costa para prevenir cualquier tragedia.

   Tras el fallido embarque, Marco volvió sobre sus pasos, cada vez a paso más ligero. Pensaba lo delicioso que sería volver a estar entre las sábanas, disfrutando el sonido de la lluvia sobre el techo y las ventanas, acariciado por el perfume de su mujer, despertando con ella cuando llegara la mañana. Casi no se dio cuenta cuando estaba cruzando el portón de madera que separaba su modesta vivienda de la calle, le pareció extraño encontrarlo entreabierto, casi juraría que lo había cerrado al salir…Luego, unas huellas claras sobre el barro, unos pies grandes y ajenos. Una incómoda sensación se instaló entonces en su garganta y el corazón le latía con fuerza. No fue necesario entrar y hacerse visible en el dormitorio; mientras sus ojos se acostumbraban a la espesa oscuridad de aquella noche de tormenta, la risa suave y coqueta de Isabel se abrió paso entre las sombras y fue a adherirse justo allí, en sus oídos incrédulos, en su alma sensible de músico y artesano autodidacta. Esa misma risa que creía era sólo para su propio disfrute ahora estaba compartiéndola con otro, y no quiso dar pasos hacia adelante para averiguar cuanto más era lo que le estaba siendo arrebatado por el intruso.

   De pronto, se vio de nuevo bajo la lluvia que no cesaba, a paso rápido primero, corriendo después, no tenía una dirección ni un destino, simplemente corría sin detenerse, quería alejarse de allí, irse donde el dolor que experimentaba no pudiera sentirlo o, al menos, olvidarlo si es que eso era posible. Sus lágrimas se confundían con la lluvia que goteaba desde sus cabellos y los sollozos que se escapaban de su garganta poco a poco daban paso a un llanto descontrolado y profundo. El dolor en el pecho fue haciéndose más intenso y a pocos metros cayó en plena calle, aturdido por el golpe en el pavimento. La noche casi terminaba, pero la oscuridad seguía reinando cuando volvió a abrir los ojos.

   Miró a su alrededor, estaba en la sala de un hospital. No supo cómo llegó hasta allí. La enfermera de turno conversaba animadamente por teléfono, de espaldas a él. Frente a su cama, rodeada de cortinas azules abiertas, yacía un hombre de edad avanzada de rostro pálido e inexpresivo y era difícil saber si estaba luchando por seguir viviendo o si sólo esperaba el desenlace de sus días. La enfermera colgó el teléfono y salió de prisa avisando que iba por unos exámenes al laboratorio, lo que le dio tiempo de vestirse y salir de allí no sin antes abrir la vitrina de la sala y guardarse en los bolsillos algunos medicamentos que tomó al azar. Mientras buscaba la puerta de salida volvió otra vez la confusión, el recuerdo de la risa secreta de los amantes en su propia habitación, los susurros cómplices de su mujer, el recuerdo de la traición flagrante y avasalladora.

   Era entrada la mañana cuando volvió a cruzar el umbral de su casa. Su mujer y su hija estaban ausentes. Sobre la mesa del comedor había una nota que le avisaba que en el refrigerador había comida preparada. Ellas regresarían tarde. Sacudió el mantel y se sentó mirando los restos del desayuno. La mamadera de su hija estaba a medio llenar y en el borde de la única taza sobre la mesa se dibujaba una marca de lápiz labial, la boca de su mujer, esa boca sobre la cual había dejado tantos besos y que ahora ya no volvería a besar jamás. Una sombra gris se asomó a sus ojos cuando miró al horizonte a través de los vidrios empañados.

Al caer la tarde de aquel día, Isabel y su hija regresaron a casa. Ella se dio a la tarea de despejar la mesa del comedor, encontrándose de pronto con varias hojas de cuaderno escritas con lápiz de tinta, reconoció en ellas la letra pequeña y cuadrada de Marco. Las cogió entre sus manos mientras se sentaba para leerlas. Su rostro fue cambiando de expresión a medida que avanzaba en la lectura y pasaba de una hoja a otra, su rostro antes calmo y desmaquillado comenzó a contorsionarse mientras las pupilas de sus ojos recorrían las líneas con incredulidad primero y luego con avidez. Repentinamente se levantó con una plegaria entre los labios y unas lágrimas en las mejillas, corrió hacia el cuarto del baño donde cayó luego de rodillas azotada de golpe por la certeza absoluta, mientras imploraba perdón a quien ya no podía escucharla, abrazada a unas piernas que se balanceaban a un metro del suelo, buscando sin consuelo unos ojos fijos en la nada cuya candidez y tristeza infinita ni aquel nudo mortal pudo arrebatar.

 

                                               FIN

 

BIFURCACION

Cuando Claudia se levantó aquella mañana de marzo  nada la hacía pensar que ese día dividiría su vida en dos.

Como de costumbre, se quedó sólo unos minutos despierta en la cama, mirando el techo de su amplia y silenciosa habitación. Sus dos hijos no habían despertado aún, lo sabía por el silencio que reinaba y, además, era domingo. Los fines de semana eran siempre así, serenos.

Claudia era una mujer ágil y físicamente armónica. Sin duda la maternidad había alterado su peso, pero su figura era  equilibrada. A pesar de no llevar puesto más que su camisón de dormir, lucía naturalmente bien, despeinada y fresca. Fue hasta el baño y regresó a los pocos minutos; al entrar en su cuarto se detuvo a mirar a Carlos, su marido por 7 años, que continuaba dormido entre las sábanas desordenadas.

“Ya está por despertar”, pensó. Lo dedujo de la ausencia de su ronquido, y por la posición que había adoptado: de espaldas. El evidente sobrepeso de Carlos parecía no ser un problema para él, aunque ella solía recomendarle ser más prudente en las comidas. Así y todo, él no tenía reparos en comer a  deshora o en salir a comprar algún antojo a medianoche.

Claudia tomó una ducha, salió del baño envuelta en bata y con el cabello envuelto en una toalla blanca. Cuando abrió el closet para buscar su ropa, Carlos le habló, con esa voz que siempre tenía al despertar.

“Por fin domingo…!”, dijo él, en un tono que parecía de alegría.

“Habla despacito, mira que los niños aún duermen, Carlos”

“Mejor, porque tenemos que conversar y tiene que ser sin interrupciones”

Claudia se detuvo y al voltear se le quedó mirando desconcertada. Algo en su interior le avisaba que esa frase encerraba un misterio…

“Tú dirás”, respondió ella, sentándose al borde de la cama; a su vez, Carlos se incorporó a  su lado, sin salir de  la cama matrimonial.

Tras unos minutos de silencio en los cuales Carlos parecía estar ordenando sus ideas y elaborando alguna frase, se oyó lo inesperado.

“Mira, Claudia, sé que estas cosas no se hablan así, de esta manera,  pero me parece que  no tiene sentido esperar para decirte algo que hace tiempo me da vueltas en la cabeza… Tù sabes que hace mucho que nuestra relación no es lo que ambos esperamos… Yo me paso el dìa entero trabajando, intentando ser el proveedor adecuado para cubrir las necesidades de esta familia y el poco tiempo que tengo libre, cuando quiero pasar tiempo con mis amigos o salir a tomar una cerveza, regreso a casa y qué me encuentro? Claro, tu cara de desaprobación, furiosa de verme legar de madrugada, y yo necesito esos espacios. No es mi culpa que los fines de semana sean tan cortos, yo también necesito tiempo para relajarme, siempre supiste que me gusta salir a divertirme. Tù  tienes a los niños, ellos son tu manera de entretenerte, por lo demás , tù no trabajas, no tienes que cumplir horarios ni obedecer a un jefe,  eres libre de dormir siesta después de traer a Pablito del Jardín. Puedes, si quieres, ir con los niños al centro, acompañarlos a los cumpleaños de sus amiguitos, compartir con las otras madres en el colegio. Yo soy hombre y los hombres somos más independientes, yo jamás podría hacer todo lo que tú haces en esta casa, de partida el encierro me desespera…”

Claudia lo miraba en silencio, en su expresión se veía claramente el desconcierto, no podía dar crédito a lo que oía! Era fácil decirlo y hasta escucharlo, pero la bien intencionada diplomacia de los argumentos no evitaban en ella la sensación de estar cayendo al vacío. Era como si de pronto se hubiese abierto una grieta en el piso que la absorbía como una fuerza poderosa y sobrecogedora, una especie de huracán emocional que la tenía a ella misma en su centro y que seguía girando sin detenerse, algo que la confundía aunque sabía demasiado bien hacia donde iba todo.

   Miró a su marido; él, impasible, demasiado convencido de cada palabra, todos sus argumentos poseían la sólida base de aquel que lo ha pensado todo con detalles, que ha medido cada sílaba y armado cada frase con tanta delicadeza y premura como para llegar a preguntarse si habrá que darle las gracias por la generosidad de avisar que el matrimonio llega a su fin. Ella, todavía en bata y con los cabellos que le caen sobre el rostro, sólo atina a recordar el pasado inmediato. Carlos llegando del trabajo, saludándola con un beso en la mejilla al pasar, como se saluda a una tía lejana que ha llegado de visita sin anunciarse. Carlos exigiendo que se le sirva el almuerzo a una hora más temprana que de costumbre, quejándose porque la empleada tarda demasiado en poner la mesa y el bistec que le sirvió está seco y sin gracia y el arroz apelmazado… “Chucha, y el weòn que se saca la cresta trabajando, ¿ no tiene derecho a un plato decente de comida?¿Es mucho pedir?” Carlos mirando la pantalla del televisor, respondiendo con monosílabos cuando ella se acercaba a contarle las travesuras de los niños durante el día, detalles cotidianos que para él nunca fueron verdaderamente importantes. ..”Eso no es trascendental, Claudia, me dejas escuchar el partido por favor?¿ O no te das cuenta que la Selección se está jugando la clasificación al Mundial?” Carlos negándole la posibilidad de salir los dos solos un viernes por la noche, aunque ella ya había dejado a los niños con su madre, se había puesto su mejor vestido, se había puesto zapatos de tacón y se había perfumado hasta el escote. “No, Claudia, debiste consultarme primero. Estoy cansado, necesito dormir, acuérdate que  mañana juego tenis con Ignacio, el tipo nuevo de la oficina, tengo que madrugar, pues”

  De pronto el huracán que la envolvía dejó de girar y ella se miró los pies descalzos un  par  de minutos… Carlos seguía argumentando, intentando explicar lo evidente, tratando de transferirle sus culpas y emociones ausentes. Claudia se puso de pie y con una voz que parecía no ser la que siempre tenía se enfrentó a su marido, viéndolo directamente a los ojos.

“No te compliques, Carlos. No le demos más vueltas al asunto. Para todo lo que no mencionas están las leyes, hagamos todo por la buena y así esto no nos amarga la vida a ti ni a mí. Por los niños no te preocupes, ellos me tienen a mí y a ti apenas te conocen. De todos modos, es mejor como tú dices, no es bueno enfrascarnos en una pelea sin solución. Tú dirás cómo lo hacemos y, por favor, ahora voy a vestirme porque tengo harto que hacer, voy a vestir a los niños, los llevaré a casa de mi mamá, porque yo tengo que salir; tengo una cita importante hoy y no quiero faltar.

“Pero, ¡cómo que una cita! ¡Así que te estás viendo con alguien! Ya me lo habían dicho en la oficina…¡Claro!¡ Y me lo dices ahora, aprovechando la primera oportunidad que tienes sólo para que me entere, de tu propia boca, que soy el cornudo de esta casa!”

 Claudia lo miró sin tristeza, con la resignación que se le había instalado en la mirada desde que él había comenzado a ignorarla. Y, sacando una voz nueva que, sin embargo, estaba llena de energía  le dijo:

“No, Carlos, te equivocas. No hay nadie más, aunque sí tuve mil oportunidades de cambiar mi historia y también la forma en que me mirabas, pero me cansé de ser invisible en esta casa, de ser la que se ocupa de decorar tus espacios y sonreír frente a tus amigos, me hartè de vivir únicamente por y para nuestros hijos sabiendo que jamás veías mis renuncias y necesidades, sin poder arrancarte una palabra bonita, una caricia, un beso, un espacio donde sólo estuviéramos tú y yo. Por eso, quiero terminar de vestirme. Hoy tengo una cita con la vida y ya estoy rezagada en  siete años.

 

 

                                                      FIN

  

THURSDAY NIGHT

Ya son casi las once de la noche.

¡Qué agradable es esta hora en que todos ya se han dormido…!

   Hoy tuve un día de aquellos y estoy lo suficientemente cansada como para tenderme en la cama y dormirme al minuto…pero sé que hoy, precisamente hoy, no será así. Es el día y la hora que espero para verlo a él, aun cuando sé que será tan sólo por una hora…una hora tan breve y, sin embargo,  necesaria para mí.

  Ya me he servido algo frío para beber y así no cometeré el error de interrumpir este romántico y fugaz encuentro; además, de esa manera me podría perder de algo  que no haya visto anteriormente. Todo está dispuesto para él y para mí, para nuestra cita de los jueves, nuestro jueves, cita a la cual llego más temprano que él y me siento aquí, en el lugar de siempre, a esperarlo. 

  Reviso los detalles. Celular apagado; teléfono descolgado; luces tenues …Tanta iluminación a veces desconcentra.

  Y aquí está él…Es perfecto para mí, no tengo que cambiarle nada. Conozco bien cada poro de su cuerpo y hasta puedo dibujar de memoria los surcos que se le forman en las comisuras de los labios cuando sonríe, aunque sonreír no es algo que él haga con frecuencia.

Desde cualquier ángulo que lo mire siempre conserva ese aire seductor que me vuelve loca, desde cualquier distancia no consigo escaparme del embrujo y la agitación que me produce el simple hecho de mirarle…Las manos me sudan copiosamente, mi corazón se acelera, se me escapan algunos suspiros y se me hace agua la boca de ansiedad y lujuria.

   Como siempre, lleva puesto ese abrigo largo y oscuro que le otorga un aire vampiresco que tanto me gusta. Es alto y en más de una ocasión he observado que tiene los hombros gruesos y fuertes y un deltoides perfectamente delineado, producto seguramente de la práctica del básquetbol, deporte que le apasiona y que realiza con cierta regularidad. Mirándole de perfil aprecio que tiene la nariz más bien grande y eso, en vez de afearlo, le agracia. La luz de sus ojos verde musgo resaltan en la oscuridad de mi cuarto y la exquisita palidez de su rostro iluminan todo este lugar…y también mis sueños. Ya imagino su perfume arrebatando mis sentidos y robándome cualquier atisbo de cordura. Lo veo tenso…Lo sé porque frunce el ceño y mira de soslayo, y ese es un gesto que  repite cada vez que algo le preocupa. Con todo, él es más de lo que ni en mis sueños pude inventar. Sé también que en pocos instantes más estará relajado y podré, entonces, embriagarme en esa sonrisa enigmática que me ha cautivado.

  A estas alturas ya luce algo despeinado y se mueve por todas  partes, ligero y con su destreza habitual. Está a segundos de lograr su objetivo… Este es el mágico instante en que yo me agito con él y sigo todos sus perfectos movimientos absolutamente concentrada; es de vital importancia que nada me distraiga, ya que suele sorprenderme con un despliegue de energía  inusitada cuando menos yo lo espero… Y ya está…se acabó!  Bebo un sorbo de agua y respiro aliviada. Ya puedo relajar los músculos y sacarme el cojín de la espalda.

  Ya es pasada medianoche…Y tengo una semana de espera por delante, una semana para volver a tener mi noche de jueves, a solas con él… Siempre y cuando no cambien la programación  y se les ocurra mostrar un partido de la Selección…, y yo me quede con las ganas de disfrutar mi programa favorito.

 

 

                                        FIN